Los futbolistas pueden maldecir contra el viento si es
necesario. Los jugadores de baloncesto, como los jugadores de fútbol americano, pueden
encontrar en el consejo de su entrenador el consuelo perfecto y hasta la
estrategia para vencer. Y en los anteriores, como en muchos otros deportes,
suele suceder algo en común: perder no siempre significa eliminación. En el
tenis, sí. El fracaso es ya conocido, es un viejo enemigo con quien se convive
a diario, un miedo que cala en la mente al jugar en la pista donde no hay
nadie más que el tenista contra su propia mente. La mente es mayor rival que el
mismo contrincante tangible de al frente. Y en la pista no hay señas de ningún
mánager de béisbol, ni el plan siguiente de un entrenador en el entretiempo.
Tampoco hay demasiados consuelos durante el juego: no se puede maldecir o
gritar una grosería porque el referee apelará al llamado de atención y a la
tercera ocasión se pierde el partido. El dolor y la tristeza, la rabia y la
frustración, se deben absorber en la cancha como en una tortura legítima y
protocolaria y tal vez cuando el derrotado llegue a gritar adonde nadie lo vea
ni sancione ni juzgue ya sea demasiado tarde para la catarsis.
El examen durará cuatro horas y le otorgaremos un final más
digno de quien se retira por lesión o por una intoxicación estomacal por
ingerir agua no potable del hotel el día anterior (ha pasado). Pero imaginemos
que pierde, porque en este deporte se pierde más. Punto. Es una derrota en
cuatro sets en primera ronda que no da revancha inmediata, una derrota del
tiempo invertido, de las expectativas alucinadas. Y como nuestro amigo
imaginario hay miles. Este 2013 veremos 64 eliminados en primera ronda en cada
uno de los cuatro Grand Slams. 256 historias, 256 frustraciones, 256 “¿Viajé
tanto para perder en primera?”, 256 “No sirvo para esto”. El único consuelo de
ellos es pensar en los eliminados en el cuadro clasificatorio de cada evento.
“Perdí en primera ronda”, le responderá, de regreso, nuestro tenista imaginario a los amigos que
antes indagaron por su bronceado y que ahora le preguntaban por resultados.
“Pensé que ibas a ser campeón”, le dirán los sedentarios, porque todos los
sedentarios subestiman cualquier derrotado en el deporte. No entienden que el
tenis no funciona con la misma lógica de las ciencias duras: la preparación no
garantiza, en todas las circunstancias, un triunfo.
Por eso Marcos Bagdathis rompió en un cambio de
lado cuatro raquetas de un solo tirón, porque le faltaba poco para salir
eliminado en la segunda ronda del Australian Open. El fracaso es exteriorizado,
ilegítimamente sin protocolos ni escrúpulos. Como un raquetazo de Mikail
Youznhy en la propia frente y que causó la suspensión del juego mientras le
curaban la herida que él mismo abrió. “Me lo merezco”, se diría. Gastón Gaudio
sería más severo consigo mismo. El argentino, un golpe a la compostura y el
fair play del deporte mundial, gritaba insultos cada vez que fallaba un punto o
porque el que acaba de ganar no lo satisfacía. “!Toda la vida jugando al tenis
y no mejoré ni un poco!”, “¡Me estoy volviendo loco¡ ¡No sabés lo que estoy
sufriendo!”, “¿A quién le quiero mentir, boludo? Si soy un hijo de…”. A su voz
desgarradora la acompañaba de vez en cuando un acto insolente: una rotura de
raqueta, un puño a sí mismo, la rasgada de sus vestiduras o el fastidio de la
derrota convertida en amenaza: “Si mirás mal, te cago a trompadas”, le profirió
a Coria una tarde al perde con él. Cada quien busca el mejor método para
castigarse, nadie más puede hacerlo porque nadie más es dueño del destino
solitario de un tenista.
Se flagelan a ese nivel sin detenerse a pensar que en el
camino hacia el profesionalismo o la élite dejaron a miles atrás. ¿Qué se
sentirá, entonces, perder en la primera ronda de un torneo regional en tu país? A mis amigos y a mí nos tocó, por supuesto, y las reacciones
estuvieron a la altura. Vi jugadores que se estrellaban los
marcos de sus raquetas contra los muslos, gemelos y cabezas, a otros que
juraban retirarse para siempre. Yo, por ejemplo, no estiraba para que al día
siguiente el dolor me recordara la derrota, también arrancaba mi pelo, me
cacheteaba, mordía el grip de la raqueta hasta sentir casi desencajada las
mandíbulas. Lo digo sin orgullo, claro: Rompí 12 raquetas, saqué mil bolas de
la pista lo mas lejos que pude tal vez para compartir mi desgracia con el recogebolas. En fin. Y esa
locura, esa inestabilidad emocional, ese caminar por el filo de una navaja
contagia el entorno cercano. La familia de un soldado se come las uñas
esperando noticias de supervivencia. La familia de un tenista espera la noticia
de la victoria o de la inminente y conocida derrota que terminará por amargar a
todos. El fracaso tenístico enluta.
Una tarde cualquiera, mientras yo entrenaba, mi padre
decidió esconderse detrás de unos arbustos para comprobar lo sospechado. Yo, al
descubrirme solo con mi sparring, pensé que nadie más que él podía verme tirar
la raqueta a mi antojo. Hasta entonces –yo de 12 años– sólo golpeaba la
raqueta mientras mi padre no me viera y por eso ese día, en un partido de
entrenamiento, me volví loco. Si la raqueta de esa tarde reencarnara en otra
vida en una persona y me encontrara, no dudaría en vaciarme la munición de
cualquier pistola sobre mi humanidad. Por eso la decepción de mi padre fue tal
que al encontrarnos me lanzó la mirada más helada que nunca vi en su rostro.
Camino del coche no contestaba mis preguntas y antes de subirnos enloqueció él
también: Mi padre agarró y abrió el maletero y lanzó mis raquetas, una por una, “¡Y ahora Tráelas!”, me gritaba con una vena insinuada y con
el dedo señalándome a lo lejos adonde había caído mi Prince Vendetta de color
amarilla. “¿Quieres romper las raquetas?”, añadía, “¡Pues hagamoslo!”.
No sé si lo hizo para reprenderme con una sicología extraña,
para que entendiera que al comprar él las raquetas sólo él era dueño de la
muerte de ellas, no sé si por una tristeza que por fin exorcizaba o porque
había contraído la misma locura de su hijo malcriado. No sé. Sólo pensaba que
yo rompía raquetas, sí; pero mi padre también faltaba al trabajo para vigilar mi
salvajada.
Ese capítulo sólo lo recuerdo yo, él niega haberlo
protagonizado o tal vez la locura de la que hablo le equivocó adrede la
memoria. Lo curioso es que, ese día, después de ver a mis raquetas volar por
los aires como lanzas de guerra, decidí seguir tirándolas al piso en presencia
de mi padre y otorgarle una complicidad no deseada.