Málaga, 6 de diciembre de 2025
Por Jorge Mir Mayor
Los tenistas profesionales cargan con pequeñas heridas que nunca terminan de cerrarse.
Lo curioso es que no aparecen cuando ya son
adultos: empiezan cuando apenas son niños, con una raqueta más grande que ellos
y sueños aún más grandes.
De benjamines a juniors, cada etapa deja una marca. No se
ve, pero pesan.
Aprenden más de la bola de partido que fallaron que de la
que ganaron. De los días en los que jugaron lesionados, cuando la cabeza no
acompañaba o cuando la vida personal les pasó factura.
Cada cicatriz enseña algo que ninguna victoria, por sí sola,
podría ofrecer.
Desde fuera, todos ven lo evidente: un smash que se va
fuera, una volea fallada, una oportunidad que se escapa. Pero lo que nadie ve
es lo que cargan por dentro: dudas, presiones, dolores y sacrificios
silenciosos. Son heridas invisibles y son las que más pesan.
Rafa Nadal es el mejor ejemplo de ello. Desde niño, cada
derrota y cada lesión construyeron la fortaleza que acabaría definiendo su
leyenda.
Los espectadores veían sus golpes, sus títulos y sus Grand
Slams, pero no las batallas internas que enfrentaba con disciplina, resiliencia
y determinación.
Algunas heridas de la vida pueden curarse; las del tenis no.
Siempre regresan en el siguiente partido.
Rafa lo supo durante toda su carrera. Su grandeza no está
solo en los trofeos, sino en seguir adelante pese al dolor, pese al desgaste,
pese a las heridas.
Hoy, al retirarse, Nadal nos deja un legado invaluable:
seguir aunque duela, mejorar aunque duela, crecer aunque duela.
Su camino estuvo lleno de lucha, desafíos y sobre todo,
pasión por competir. Su legado rebosa inspiración para generaciones enteras de
jugadores que quieran ser profesionales.
Porque cada cicatriz que deja el tenis cuenta una historia
de esfuerzo, pasión y orgullo que ninguna tirita puede ocultar.
Y lo sorprendente es que esas heridas incurables también los
hacen mejores.
Saludos. Jorge Mir

