A pesar de
su baja estatura y de crecer en una familia de pocos recursos, el argentino
luchó contra los prónosticos pesimistas sobre su futuro en el tenis. Su mamá
Silvana lo retrata.
Cuando Diego
Schwartzman tenía 13 años, un médico le aseguró que no iba a crecer más de
1.70m. El pronóstico significaba que continuaría por debajo del promedio de
estatura en su generación y que definitivamente no la tendría tan fácil en un
deporte en el que la mayoría de los 23 jugadores que hasta ese momento habían
sido número uno del Ranking ATP (salvo Marcelo Ríos y Jimmy Connors) medían por
lo menos 1.80m. Diego llegó cabizbajo a casa. Demasiado callado para su
habitual elocuencia. Y antes de irse a la cama, le avisó a sus padres con cara
de tristeza: «No voy a jugar más al tenis».
Tal vez en
ese momento le pareció una injusticia de la vida que sus tres hermanos mayores
(Andrés, Natali y Matías) sí fueran altos aunque ninguno le hubiera apostado al
tenis competitivo como Diego. Quizá esa noche antes de dormirse recordó el
comentario común de otros compañeros y de entrenadores sobre él: «Vos con 10
centímetros de más lo que serías…». Cada palabra golpeaba más fuerte en su
mente, potenciada por el diagnóstico del médico.
Pero la
familia no lo dejó caer. Su madre Silvana lo recuerda muy bien. “Dijo que no
iba a poder llegar a nada con esa altura, entonces fue cuando yo le dije que sí
iba a llegar donde él quisiera, que nunca le iba a influir su altura porque
desde que nació, yo sabía que iba a ser especial. Lo animé a que siguiera
luchando”. Esas palabras levantaron el ánimo, sirvieron como arenga de batalla
y al mismo tiempo como un vaticinio tan fundamentado como el del endocrinólogo.
A pesar de
cualquier obstáculo, le auguraba muchos triunfos a su nene. Silvana no tenía
dudas. Lo supo en el mismo instante en que lo tuvo en sus brazos por primera
vez en el Instituto de diagnóstico y tratamiento en Buenos Aires. Ese 16 de
agosto de 1992 a la 1:25 de la madrugada, Diego nació con los ojos muy
abiertos. Transmitiendo certezas con su mirada. Como si ya supiera a qué venía
al mundo. Silvana tuvo la corazonada de que iba a ser especial. Además, estuvo
de acuerdo con bautizar al niño en honor a Maradona, un grande del fútbol a pesar
de medir 1.66m.
“Cuando
quedé embarazada de Diego no teníamos ni para comer. Nos habíamos fundido
económicamente. Lo tuve contra todo y contra todos, entonces supe que iba a ser
un elegido de la vida”, añade Silvana. También tenía el presentimiento de que
uno de sus hijos iba a salir tenista como ella que jugaba a nivel amateur. Y
como los primeros tres no conectaron, depositó su fe en el cuarto. Le dio la
razón a su intuición cuando muy pronto lo notó interesado en las pelotas
amarillas y luego cuando vio que le pegaba a una con un cucharón de la cocina
para hacerla rebotar en una pared.
“Tenía un
timming increíble. También jugaba en los pasillos largos del club con mi marido
y ambos se la pasaban horas en la cancha cuando entonces no superaba la altura
de la red. A pesar de eso, nunca quiso tener raqueta chiquita, siempre grande”,
recuerda Silvana. “Jugó fútbol pero lo que hacía con el tenis no era normal. Y
tenía personalidad, gritaba, les ganaba a rivales tres cabezas más grande”.
Entre los
ocho y los 10 años, Diego también probó suerte en fútbol en las canchas de Club
Parque, de donde surgió su ídolo Juan Román Riquelme. Jugaba de volante, dice.
Era aguerrido, perseverante, de sacrificio. Confiesa que le producía más pasión
practicar fútbol. Pero la facilidad con la raqueta lo hizo inclinarse
definitivamente por el tenis.
Fue entonces
cuando en casa todos hicieron esfuerzos monumentales para patrocinar su carrera
a pesar de la escasez económica que los afectó desde que la empresa familiar de
ropa y bisutería había quebrado a finales de los 90. Como no tuvieron apoyo de
ninguna entidad, tuvieron que ingeniárselas para poder competir por fuera de
Buenos Aires. Por esa época habían hecho unas pulseras de goma para la
Fundación Huésped que llevaban frases inspiradas en la lucha contra el cáncer y
el sida. Los Schwartzman decidieron aprovechar el material para ayudar a Diego.
Papá Ricardo
empezó a fabricar unas nuevas pulseras con escudos de equipos de fútbol y logos
de marcas deportivas. Silvana, que por ese entonces trabajaba como decoradora
de hoteles, acompañaba a Diego a los torneos y empacaba las pulseras de colores
en dos bolsos para vender y costear los viajes. A Silvana la conocían como la
señora de los rulos y la abordaban niños para comprarle un producto muy popular
en ese entonces. Una sola costaba tres pesos (menos de un dólar). Dos unidades
quedaban en cinco pesos argentinos
Madre e hijo
ofrecían entre partidos usando su impecable poder de persuasión. Otros niños
del torneo ayudaban también a vender a cambio de comisión. Si lograban vender
10, ganaban una pulsera gratis al final del día. “Las ganancias las invertíamos
en hoteles de máximo 20 pesos. En Mendoza íbamos a un hotel que nos salía a dos
mangos, era tan chiquitico que dormíamos en la cama matrimonial —porque así
salía más barata la habitación—, y cuando Diego se bañaba, me salpicaba yo
estando en la cama. Todo se aprecia un tanto más por eso que vivimos. Sin el
esfuerzo de nosotros, sus papás y sus hermanos, nunca hubiera podido estar
donde está”.